Carne que Sangra

Borja Docavo

Me gusta decirlo y saber que molesta: soy artista y carnicero; tengo por oficio el arte y el despiece. Hay un lugar oculto donde encontraréis la alegría del paga-nismo y es tras unos muros, los gruesos y oscuros muros del catolicismo. Mis muros son lienzos al óleo, y mi alegría pagana —la de Romano— el cuchillo y la tabla.

Yo afilo mis cuchillos cada mañana en Gólgota, una fría carnicería que abro al alba. Mis manos, marcadas por el trabajo, sostienen la carne roja y fresca —aún rezumante— que exuda el último rastro de vida. Cuando la hoja se hunde en el músculo, la sangre corre sobre la madera, y en ese instante, no veo solo un trozo de res: veo el eco de un sacrificio.

En la pintura, el sacrificado soy yo contra el lienzo; en la carnicería, “¡Yo soy toda Roma!”, y bajo mi cuchillo ensangrentado, el madero. A decir verdad, la vida se entrega en cada renuncia, y en ambas hallo el altar donde lo crudo se transfigura en sagrado. En cada tajo encuentro el recordatorio de que la carne se abre a mi paso como a latigazos.

“Esta sangre no es solo jugo de cordero”, pienso. Es símbolo de un precio pagado. Aquí solo separo el músculo de la grasa, pero en el lienzo me desgarro para redimirnos. Cuando cargo el costillar al hombro, siento su peso sobre mis muslos y estoy seguro de que es pesado pero necesario, sin uno no hay alimento, pero sin lo otro no habría salvación.

Al deshuesar la carne —ahora cruda, desnuda y expuesta—, recuerdo: “No hay nada oculto que no haya de ser manifestado... ni en mi mesa, ni en el calvario”. Y me veo sin mis vestiduras —solo, púrpura y vulnerable— y me pregunto si lo único que he decidido, en todo esto, es cómo colgaré mis obras.

Limpio mi cuchillo en un trapo manchado de rojo, “Estas manchas en mis manos no son solo trabajo… son memoria”. Las froto, aunque nunca salen del todo, como el pecado, que solo otro puede borrar.

“No he venido a traer paz, sino espada “